Protección al consumidor
Oscar Mario González
LA HABANA, junio (www.cubanet.org) - Algunos hechos de la realidad
cubana muestran las peculiaridades del totalitarismo marxista con mayor
nitidez que todas las teorías socioeconómicas existentes.
El poder persuasivo de la realidad siempre será superior a la
especulación teórica. La preeminencia del diario vivir dice más que
cualquier biblioteca. Eso lo podemos constatar en el caso de esa
consigna y a la vez tarea permanente, muy en boga por estos días y que
se identifica con la frase: "protección al consumidor".
Incuestionablemente, bajo el comunismo, el consumidor necesita una
defensa, un protector. Y como toda acción protectora bajo el
totalitarismo es monopolio estatal, este se erige como guardián del
consumidor.
Todo un mecanismo burocrático gira alrededor de la tarea cuyos
engranajes, teóricamente, lucen tan perfectos y previsores que tornan
imposible la idea misma del más leve maltrato al ciudadano.
En cada comercio, ya sea bodega, puesto de viandas, tienda de ropa vieja
o reciclada u otro cualquiera, hay colgado un "mural del consumidor",
donde aparece un listado de los derechos del cliente; entre ellos el de
recibir un buen trato. Un buzón de quejas para los clientes que deseen
expresar su inconformidad o hacer sugerencias de forma abierta o
anónima, y hasta una foto del administrador con sus credenciales, el
teléfono de la oficina del registro de consumidores (OFICODA), y el
nombre de las personas encargadas de la tarea, a fin de garantizar que
un oído receptor y dotado de autoridad tome cartas en el asunto.
Más allá de todo esto, la política del buen trato al cliente, anunciada
y pregonada una y mil veces por el Partido, el gobierno y las
organizaciones políticas, ha sido estéril. A medida que el régimen se
añeja, enquista y se torna berrinchinoso, el maltrato a la población se
recrudece como si cada ciudadano viera en el otro al causante de su
amargura y frustración acumuladas durante medio siglo de terror totalitario.
Antes de 1959 el cliente en Cuba era muy bien tratado. El bodeguero de
la esquina solía ser casi un miembro más de la familia. Era una persona
especial que nos sacaba de apuros a finales de mes, fiándonos si nos
excedíamos del presupuesto destinado a los mandados de la casa. Algo
similar pasaba con el carnicero, con el del puesto de viandas y con el
chino de tren de lavado.
Sobre el mostrador, y frente a nosotros, la tendera mostraba todo el
surtido de telas: poplines, gabardinas y tafetanes. El trato del
peletero parecía ser comprometedoramente atento. Subía y baja la
escalerilla móvil para enseñarnos tantas cajas de zapatos como modelos
tuviese. A veces apenaba irse con las manos vacías después de recibir
tan delicado trato.
Era la competencia, con su capacidad de generar acciones y reacciones
espontáneas, la que obraba el buen trato y hacía florecer
espontáneamente eso que hoy llaman "protección al consumidor". No hacían
falta guardianes ni centinelas; no era el amor desinteresado lo que
movía al buen trato, sino la existencia de opciones, la alternativa,
siempre en manos del cliente, de abstenerse de comprar en un lugar; de
rechazar una oferta; de cambiar de bodeguero o carnicero.
La más grande indefensión, la mayor desprotección del cubano de hoy
vienen dadas por el carácter antihistórico y antinatural del sistema
totalitario en que está obligado a vivir.
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