Posted on Thu, Aug. 31, 2006
El asombro y la cólera
VICENTE ECHERRI
En las últimas semanas, el tema de la ''sucesión'' castrista en Cuba ha
sido plato fuerte de la prensa: en las noticias y en las columnas de
opinión, en programas radiales y televisivos, en declaraciones de
funcionarios norteamericanos y de personalidades de otras naciones y,
desde luego, entre cubanos, de ambas orillas y de toda ideología. Sin
embargo, en toda esta gama de comentarios --apasionados unos, ponderados
otros; arriesgados y comedidos; pesimistas y esperanzadores-- no he
encontrado hasta ahora el suficiente nivel de asombro y de repugnancia
ante la grotesca parodia de transmisión hereditaria con que el castrismo
dinástico aspira a perpetuarse.
La gente comenta esta sucesión y habla de la personalidad del heredero
--provisional o permanente-- de Fidel Castro con la misma naturalidad
con que podrían hacerlo de un príncipe saudita o de otro de los
petrodéspotas del Oriente Medio, legitimando ya, con el lenguaje mismo
de la discusión, el carácter de un régimen que por fuerza y engaño se le
ha impuesto a los cubanos por casi medio siglo, pero que, en su esencia,
constituye una aberración.
Desde 1902 hasta el advenimiento del castrismo en 1959, Cuba fue una
república democrática; imperfecta, ciertamente, en la que no faltaron
funcionarios corruptos, fraudes electorales y hasta golpes de Estado;
pero democracia sin duda, en la cual, salvo por breves hiatos de
intolerancia, se respetaron siempre las libertades fundamentales y se
ejerció la pluralidad --de partidos políticos y opiniones-- al tiempo
que una pujante prensa independiente y una respetable judicatura servían
de contrapeso a los naturales excesos de los políticos. Esa democracia
cobijaba una evidente prosperidad, notoria en el último decenio de la
república. Quien haya visto una vista aérea de La Habana en 1948 y otra
de 1958, puede darse cuenta de que eran casi dos ciudades distintas. La
última se iba llenando de nuevos edificios que transformaban y
configuraban su perfil. El mismo que conserva casi cincuenta años
después, pero en estado de abandono o de ruina.
En el ínterin, un demagogo anulaba las libertades del país y paralizaba
su economía, apoyado por una banda de facinerosos. Confieso que si algo
me lastima de la tragedia de Cuba, tanto o más que la tiranía misma
(injustificable e irredimible ciertamente), es la catadura de sus
principales actores, el grotesco remedo y la vulgar impostura que impone
esta canalla disfrazada de generales y ministros. Lo más vergonzoso es
que se colaron en nuestra historia por la puerta del traspatio y les
salió bien en lo que a la conservación del poder respecta; pero todos
estos años de mando no han conseguido lavarles la plebeyez ni supe-
rarles la improvisación. ¿Quién puede decir que Raúl Castro es un
general, por muchos soldados que mande? No, es un bodeguero disfrazado
con cuatro estrellas. Y lo mismo podría decirse de Ramiro Valdés, o de
Ricardo Alarcón, con el pelo pringoso que recuerda a ciertos regentes de
burdeles baratos; o del mequetrefe que tiene la cartera de relaciones
exteriores y que cualquiera podría confundir con un buhonero
impertinente y de ahí para abajo toda una caterva de criminales esperpentos.
Hablar con seriedad de esta sucesión o transmisión de poderes en Cuba es
legitimar ese régimen espurio que destruyó nuestras instituciones,
envileció a la ciudadanía y arruinó a nuestro país. Discutir sin asombro
y sin cólera la maniobra con que un viejo criminal ensaya la
perpetuación de una harapienta monarquía de farsa (semejante a la del
rey Christopher de Haití, aunque con menos lustre) es una vergüenza que,
en el caso de los cubanos, debemos sumarla a la que ya nos toca por
dejar que Castro vaya a morirse de viejo y en su cama.
© Echerri 2006
http://www.miami.com/mld/elnuevo/news/world/cuba/15400605.htm
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