Monday, January 02, 2006

Llegar a fin de mes en Cuba

Llegar a fin de mes en Cuba
por Juan Luis Calbarro
 
La Cuba inmediatamente posterior al 11 de septiembre es una Cuba alterada, que apuesta oficialmente por la controversia. Terrorismo no, pero imperialismo tampoco. Durante la guerra de Afganistán, las televisiones emiten continuamente debates de política internacional, y las células del Partido se movilizan para manifestaciones y actuaciones antibelicistas. En la calle, los ciudadanos toman partido casi invariablemente por la postura oficial. Entre tanto, el Meliá Cohíba cierra más de diez plantas e Iberia despide al personal de la islandesa Air Atlanta, la subcontrata que tantos beneficios ha reportado a la compañía española en la línea Madrid-La Habana. “Desde el atentado el turismo ha bajado brutalmente. El 1 de noviembre nos ponen en la calle, gracias a Bin Laden”, se lamenta la azafata antes de que el vuelo aterrice en el Aeropuerto Internacional José Martí.

En Cayo Largo, aparentemente, nada de esto asoma. Se trata de un paraíso artificial, “descubierto por Fidel” en medio del Caribe y dedicado exclusivamente al turismo all inclusive. Españoles y canadienses llegan desde el pequeño aeródromo de Puerto Baracoa y se alojan en los impecables bungalós. Nada saben ni quieren saber de los debates políticos en la televisión. Piña colada, mojito, arena finísima y unos voraces mosquitos que obligan a fumigar cada atardecer amenizan una estancia en la que todo empuja a dejar los problemas a un lado. En el desayuno, y con el marido apenas unas mesas más allá, el cocinero le fríe unos huevos de codorniz a la turista y le advierte que dan gran vigor sexual, y que él no puede tomarlos porque ya sin ellos las chicas le piden que pare, por favor, que no pueden más... En este discreto ambiente, los recién casados, que forman nutrida cohorte, son objeto un día de una fiesta sorpresa, una especie de rito nupcial santero para turistas; absolutamente deplorable.

El personal de los complejos atiende al turista con tanto esmero como deseo de conservar unos empleos que conllevan buenos salarios, en comparación con lo habitual en Cuba, y complementos especiales por la prolongada separación de sus familias. Camareros llamados Jhadyd o Lester, camareras de nombre Yumelkis, jardineros que responden por Geosvanny o Bisoandrio -los nombres de persona en la Cuba revolucionaria merecen un estudio- se disputan con amabilidad jugosas propinas en dólares. En el Sol Meliá Cayo Largo, uno de los diversos hoteles que en Cuba son copropiedad del estado y de empresas españolas, el español aprende pronto la norma del ocio sin compromiso.

En la isla grande, en cambio, todo alude al compromiso. Cuba es la isla de la propaganda vertical. Desde los grafitos más espontáneos a los grandes carteles oficiales, el país está literalmente forrado de inscripciones, proclamas, convocatorias ciudadanas, lemas triunfales, denuncias altisonantes y declaraciones solemnes. Venceremos. En cada barrio Revolución. Camilo vive.

Además de la epigrafía, los héroes: el busto de Martí en todas las escuelas e instituciones educativas, además de plazas, museos y parques. El Ché, omnipresente: uno diría que todos los pueblos de Cuba tienen un museo del Ché. Y con Camilo Cienfuegos, algo parecido: si uno tiene la suerte de coincidir con el aniversario de su desaparición, en octubre, comprobará que cada año los niños cubanos participan en una rara suerte de romería estudiantil, entre religiosa y laica : transportan una corona de flores y la lanzan al mar, donde la avioneta del revolucionario se perdió, o en su defecto al río más próximo, que se encargará de llevarla al mar por ellos. En cierta escuela de Trinidad, donde goteras y desconchones hacen las veces de decoración, la profusión de efigies y decálogos consigue que el espectador carpetovetónico retroceda en su memoria colectiva hasta los tiempos de la enseñanza franquista. Donde veíamos a José Antonio y Franco, vemos a Frank País y a Camilo Cienfuegos. “En Trinidad”, afirma Federico, “siempre hemos sido muy batistianos, porque Batista hizo mucho por Trinidad; las cosas hay que reconocerlas. Pero lo cierto es que yo estaba condenado a no estudiar, porque en el campo no había escuela. Cuando tenía nueve años, vino la Revolución y lo primero que hizo fue poner maestros en el campo. Yo eso siempre se lo agradeceré a la Revolución, con todo lo que ahora le vemos”.

La ideología fracasa ante la necesidad, y hoy el pueblo cubano aspira con todas sus fuerzas a vivir del turista. Armando, por ejemplo, conduce un bicitaxi en La Habana. Cuando consigue recabar la atención de una pareja extranjera, muestra un rosario de carnés y certificados oficiales que lo avalan como taxista legal y también como licenciado en Economía. Las cuestas de Vedado son demasiado empinadas para sus gemelos, y en algunos tramos los pasajeros han de apearse para que el ciclista pueda empujar su vehículo. Compensan estos pequeños inconvenientes la inmensa amabilidad de Armando, que muestra el Cementerio de Colón y el Memorial Martí con gran despliegue de conocimientos. “Hice un curso con el Historiador de la Ciudad”. A los dólares de sus clientes suma la comisión que recibe del dueño del paladar al que los ha conducido.

Otros no llevan carnés. Jerónimo lo intenta en el Malecón, apostado frente al Meliá Cohíba. Cada día espera por huéspedes incautos de los hoteles más cercanos. ¿Ron? ¿Habanos? Con el tabaco hay que tener ojo: en demasiadas ocasiones, de la caja de puros sólo la primera fila es de tabaco, mientras que la segunda y la tercera son de hoja de plátano enrollada, que arde y se abre como harían los billetes que costó. Jerónimo ofrece también alojamiento, pero algo en la atmósfera induce a desconfiar de este joven atezado que apoda con desparpajo al Comandante. Para unos es Fidel; para otros, Barbapapá.

La zona del Capitolio es intransitable. Cientos de jineteros abordan, uno tras otro, a los turistas. Ningún riesgo, sin embargo, ninguna inseguridad. En ninguna ciudad del mundo hay más policías por metro cuadrado que en La Habana, y el turista es una figura protegida por el régimen desde que se instituyó el Período especial en tiempos de paz, es decir, desde que cayó el Telón de Acero. Ningún peligro, pero una gran dosis de incordio. ¿Habanos? ¿Ron? La aproximación se inicia casi siempre con la frase “Españoles, ¿no?, ¿de qué parte?”, o bien con la variante: “Dice Aznar que España va bien (risas de simpatía).” Conteste el viajero que proviene de Madrid o de Vitigudino; la siguiente frase será, invariablemente: “Yo tengo amigos allá”. Luego viene un tostón insoportable que uno, si es nuevo, toma por ganas de charla, pero que en las zonas más visitadas por extranjeros será, casi con seguridad, ánimo de lucro. Si el turista lleva ya días en Cuba y, escarmentado, contesta: “No, gracias, ya tengo dónde dormir y dónde comer, no compro nada ni te voy a dar dólares”, el cubano se retirará con una frase amable. Ningún acoso.

No deja de ser interesante la casuística del timo habanero. “Cómprame leche, es para mi hermano enfermo”, pueden decirte. A continuación te llevarán a una de las tiendas donde los alimentos se venden en dólares, comprarán la leche más cara, de seis o siete dólares, y te darán efusivas gracias. Cuando te pierdan de vista devolverán la leche al cajero, con quien están conchabados, repartirán con él la ganancia y buscarán un nuevo pichón. Todos salen beneficiados. Algo parecido sucede con los museos: una pareja de mulatos elegantemente vestidos y notablemente aderezados (algún diente de oro brillará en la cordial sonrisa) abordará a la pareja extranjera a la puerta del Museo de Bellas Artes y le ofrecerá pasarles al interior comprando ellos la entrada a precio de cubano, en pesos. Efectivamente, hablan con el portero y éste hace la vista gorda, abre una puerta y los turistas pagan una entrada muy inferior a la turística, pero muy superior al precio para cubanos. Ni siquiera podemos hablar de timo: en este caso, el turista se beneficia tanto como el portero y los amigos cubanos; el único que sufre el fraude es el Estado.

Omar y Gabriel son de Pinar del Río. A menudo viajan hasta Soroa, para allí hacer botella (autoestop) en la autopista de vuelta a Pinar. En los alrededores del enclave natural de Soroa hay grandes probabilidades de que te recoja un turista en un coche de alquiler. La historia que cuentan es: “trabajamos aquí, en Soroa, en el hotel; no tenemos forma de transporte porque hoy no trabajamos, sólo vinimos a cobrar. ¿Nos pueden acercar hasta Pinar del Río?” De camino (son grandes conversadores) uno cree que muestran interés por España, pero en realidad están indagando acerca del potencial económico de sus víctimas y de su grado de candidez. Finalmente le ofrecen una sorpresa: “En Pinar del Río estamos de fiesta, y esta noche actúa Compay Segundo”. “¡Vaya, Compay Segundo!” “Sí, con todos los viejitos. Lo que pasa es que hay que hacer cola durante horas. Si quieren, mi mujer y yo les sacamos las entradas y quedamos para ir juntos”. Llegados a Viñales, los encantadores Gabriel y Omar se han ofrecido a acompañar a los turistas a la plantación de un hermano del famoso tabaquero Alejandro Robayna, porque aquí la visita es gratis salvo la voluntad, y han sugerido un buen paladar para almorzar. Si el avisado turista indaga un poco (por ejemplo, sonsacando al dueño del paladar que cede comisión a los jineteros), se enterará de que Alejandro Robayna no tiene hermanos, y de que esa noche no actúa sino una orquestita local. “¿Compay Segundo? ¡Ése es demasiado importante para venirse hasta Pinar!” A la salida, Omar y Gabriel han estado cuidando el vehículo, y una buena despedida puede ser la siguiente: “Nos han dicho que Compay Segundo ha enfermado y que no viene, pero que van a traer a Michael Jackson para sustituirlo; si queréis os compramos las entradas”. Gabriel dirá: vámonos, Chino, y humillarán la cabeza; porque, pese a todo, parece que sufren por el buen nombre de su Cuba.

En cualquier destino turístico, las jineteras desayunan, almuerzan (comen) y comen (cenan) con los turistas. Un par de españoles con acento y aspecto de haber salido de alguna localidad del agro aragonés hinchan los respectivos pechos y sonríen a la parroquia en el céntrico café La Lluvia de Oro. Desayunan mientras una mulata de anchas caderas almuerza copiosamente a su lado, como haciendo almacén para el resto del mes. Al mismo tiempo, en cierto paladar de Vedado, tres cincuentones hablan en euskera entre sí e intercambian amabilidades cómplices con el dueño del local; sin demasiado reparo, uno de ellos muestra a los demás fotografías caseras de niñas muy pequeñas ligeras de ropa. La langosta no se les atraganta. En las terrazas de la plaza de la Catedral, atractivas jóvenes toman cocacola junto a padres de familia españoles o italianos. En la Casa de la Música de Trinidad, mulatos atléticos, bailarines espectaculares, acompañan por la noche a nórdicas treintañeras y a españolas más o menos maduras. Todo esto está teóricamente prohibido.

Los paladares (o las paladares, que de ambas formas lo dicen los cubanos) y los alojamientos familiares abundan. Con el dólar como única vía cierta de subsistencia, todos quieren trabajar con turistas. Fidel tuvo que prohibir por ley el trasvase de profesionales a los servicios turísticos: un médico cobra algo más de treinta euros al mes, que es lo que puede ganar un maletero en un hotel no demasiado lujoso en un par de días de propinas. El que puede monta un negocio: puede obtener legalmente su licencia o bien sobornar o chantajear a un inspector. Guillermo, de La Habana, lo cuenta: “Me vino un inspector, porque alguien le había dicho que metíamos gente a comer y nosotros sólo tenemos licencia para dar bebidas. Cuando me preguntó, le dije: si me cierras el negocio, tendrás que cerrar antes el de tu amigo, que está en el mismo edificio, pero en la planta de la calle, la gente que pasa lo ve, y ellos no tienen licencia ni para comidas ni para bebidas”. En Trinidad, Federico confiesa que él sólo tiene licencia para alojar, pero no para dar desayunos, por lo que pide discreción. En todos los paladares se ofrece langosta, que en principio está destinada exclusivamente a la exportación. “Pero todo el mundo conoce a alguien que las pesca. Es ilegal, claro”.

¿Cómo sobrevivir sin ilegalidades al racionamiento? Guillermo y Lisbet enseñan su cartilla y se lamentan: “Si no fuera por los dólares, ¿cómo íbamos a llegar a fin de mes?” Su hija, María Inmaculada, tiene tres años. “El papel higiénico lo reservamos para ella; nosotros nos limpiamos con papel de periódico recortado o, si sólo es pis, con paños. Luego los lavamos”. El aceite, el arroz, el pollo: todo está racionado. Cuando la cartilla se agota, los pesos ya no valen para nada: hay que comprar en dólares.

Resultado de semejante estado de cosas son la corrupción, completamente institucionalizada, y la desconfianza general. Todos se vigilan. “Varias veces han venido a ordenarme vigilar a algún vecino. Yo siempre digo que sí. ¿Me dicen a las doce? Pues yo voy a las doce; pero de la noche. ¿Me dicen en la estación de guaguas? Pues yo voy a la estación, pero a la del tren. Me equivoco mucho, ¿qué le vamos a hacer?”, se lamenta Guillermo. “Mañana”, sigue, mientras Lisbet cierra las ventanas que dan al rellano, “el Estado reparte televisores”. La República Popular China, dicen, regaló a Cuba cuatro millones de televisores, y muchos sospechan que el Estado, después de dejar algunos en colegios y bibliotecas, y de repartir algunos más entre la ciudadanía, se beneficia ilegalmente de las otras tres cuartas partes de la remesa. “El caso es que mañana estamos citados en el CDR (Comité para la Defensa de la Revolución), y mañana es el día en que uno le dice al otro: pues no te vi en la manifestación del 1 de mayo, y el otro le contesta: pues yo a ti te vi meter en casa cuatro turistas, y no tienes licencia para dar comidas. Al final, el que más denuncia se lleva el televisor, y los inspectores la información. Estamos obligados a ir, pero yo voy allá sólo a reírme.” El padre de Guillermo, Juan, es un ingeniero formado entre Cuba y Bulgaria, aunque nacido gallego. “Y simpatizante del Partido Popular, que se sepa”.

Merceditas tiene otra fuente de ingresos: vende libro viejo en un cuchitril de la calle Empedrado. Es bastante mayor, y los catarros (seguramente consecuencia de la humedad de su vivienda) la acosan. “Tuve cerrado la última semana, por eso está todo tan desordenado, ustedes me disculparán”. Pide noventa dólares por una segunda edición de las Obras completas de Martí, en bastante mal estado. Si obtiene cuarenta, es feliz y comerá caliente muchos días. En la cercana plaza de Armas se puede comprar libro viejo, cartas viejas y seguramente otro género de mercancías menos inocuas. Uno de los libreros habla sin mucho cariño de Barbapapá. “Usted habrá dado con personas favorecidas por el régimen, si es que le han hablado bien de él. Aquí no hay libertad”, dice, en voz baja.

El régimen se sustenta en dos pilares: una mitología firme (las efigies de Martí, el Ché o Camilo Cienfuegos están por todas partes) y un sistema de corrupción muy perfeccionado. Una minoría de funcionarios y militares bien situados se beneficia de su relación con las empresas extranjeras colaboradoras, relación controlada exclusivamente por el régimen y no por los cubanos. No hay libertad de prensa, ni de expresión; el régimen dirige sus represalias hacia todo opositor o mero descontento. Las cosas, no obstante y como es sabido, funcionan con cierta dignidad desconocida en el ámbito latinoamericano. La Universidad muestra dosis parecidas de miseria y entusiasmo. La puerta del despacho de Fernando, un químico experto en materiales y reactivos, habitual invitado de la universidad española, se cierra gracias al peso de un tronco atado de una cuerda. Pero a Fernando no se le borra la sonrisa. “En Viñales visiten de mi parte a Chano. Ya verán qué langosta. Ilegal, claro”.

Dinora es una jubilada santiaguera. “De donde la tierra tiembla”, dice. Pasa unos días en un balneario para funcionarios, excombatientes y otros favorecidos del régimen, situado en Topes de Collantes, una zona montañosa próxima a Trinidad. “Nos hacen un chequeo completo, nos dan tratamientos y pasamos unos días como de vacaciones, pero vigilados por los médicos. Nos pagan todos los gastos”. Cuando era casi una adolescente, colaboraba desde su casa en Santiago con los guerrilleros de la Sierra. “Les conseguíamos armas, ropa, lo que fuera”. Recuerda con nostalgia los apuros pasados, y con odio a los militares de Batista. Todavía hoy sigue imbuida de aquel espíritu militante. “Hacemos prácticas anuales para prevenir una invasión yanqui, o un ciclón, o en mi tierra un temblor; y, de hecho, desde que la Revolución obligó a hacer estas prácticas anuales, las víctimas por ciclón, que antes eran cientos todos los años, se han reducido muchísimo. Cuando llega el ciclón todo el mundo sabe adónde tiene que dirigirse, y a la orden de quién está. Cuando hacemos prácticas contra la invasión, nosotros, los viejitos, estamos en la tercera fila de combate”. Todo el mundo puede ser útil: “Yo colaboro con una organización de invidentes, y los invidentes también son personas, ¿sabe?, y pueden aportar algo en las maniobras. Uno de nosotros va con cada invidente y le dice: a la izquierda, y el cieguito tira la granada hacia la izquierda, o: de frente, y la tira de frente. Así todos contribuyen a la defensa de la Patria”. Pese a lo que tiene de cómico el relato de Dinora, nadie le arrebatará nunca su entusiasmo ni su dulce sonrisa.

Juan Luis Calbarro (jlcalbarro@wanadoo.es)
es escritor y periodista.
 

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