Tuesday, November 15, 2005

Mexico-Cuba: "El fin de una amistad"

México-Cuba: “El fin de una amistad”
 
Autor: carlos tello/ apro
Fecha: 14-Nov-2005
 
El escritor Carlos Tello analiza la evolución de la relaciones entre México y la Revolución Cubana. Lo hace a partir de recrear, con pulcro estilo periodístico, diez episodios significativos que han marcado –para bien o para mal— las relaciones entre los gobiernos de ambos países. Tal es el contenido del libro El fin de una amistad que, bajo el sello de Planeta, empieza a circular en México. Con autorización del autor se reproduce el epílogo del libro.

La renuncia de Jorge G. Castañeda a principios de 2003 no cambió la relación de Fox con el gobierno de Castro. Desapareció el elemento personal, no el factor estructural. El nuevo canciller, Luis Ernesto Derbez, un hombre limitado, inseguro, ocupó la SRE con el ánimo de revertir la política de su predecesor, a quien resentía, pero luego continuó sin cambios la línea trazada por él en la Cancillería. México siguió condenando la violación de los derechos humanos en la isla, por medio del voto en organismos multilaterales como la Comisión de Derechos Humanos de Ginebra. Y México siguió defendiendo la necesidad de una transición a la democracia, a través del diálogo con el régimen de la Revolución pero sin excluir a los actores del exilio cubano, como la Unión Liberal Cubana y la Fundación Cubano-Americana, y de la disidencia interna, como la Comisión Cubana Pro Derechos Humanos y Reconciliación Nacional. La Habana, por su parte, siguió ejerciendo en el país una diplomacia de oposición con el objeto de siempre: “Provocar el regreso de México a su histórica posición de neutralidad diplomática y valorativa ante la falta de democracia en Cuba”, en la frase del historiador Rafael Rojas.

Los meses que precedieron al cambio de mando en la Cancillería coincidieron con un cambio similar en la embajada de México en Cuba: Ricardo Pascoe fue sustituido por Roberta Lajous, quien llegó a La Habana respaldada por una sólida trayectoria en el Servicio Exterior Mexicano. Las relaciones mejoraron un poco. En el otoño de 2003, México volvió a votar contra el embargo comercial de Estados Unidos a Cuba en la Asamblea General de Naciones Unidas. Hubo después un encuentro entre sus cancilleres. Más tarde, el subsecretario de México para América Latina participó en La Habana en una reunión del Organismo para la Proscripción de Armas Nucleares en América Latina, fundado por el Tratado de Tlatelolco. Las relaciones avanzaban en esa dirección cuando, una vez más, apareció en el horizonte el espectro de la votación en Ginebra.

En marzo de 2004, el gobierno de La Habana anunció la captura en Cuba de Carlos Ahumada, el empresario de origen argentino que había desaparecido de México luego de dar a conocer unos videos que mostraban la corrupción de varios funcionarios del gobierno de la ciudad de México, encabezado por Andrés Manuel López Obrador. El presidente Fox, a pesar de la presión que significaba aquel anuncio, votó de nuevo a favor de la resolución de Ginebra sobre los derechos humanos en Cuba. La respuesta de La Habana fue la deportación sin aviso de Ahumada, junto con una nota, en el sentido de que, como sugería López Obrador, había en efecto un complot en su contra, orquestado con la complicidad de Ahumada por el presidente Fox. El gobierno de México, indignado por la declaración, anunció entonces la expulsión del embajador Jorge Bolaños. En cien años de relaciones jamás había ocurrido la expulsión de un embajador, menos con las cuarenta y ocho horas que le dieron a Bolaños, un hombre con experiencia de misiones en Inglaterra, Checoslovaquia, Polonia y Brasil, viceministro primero de la Cancillería de Cuba en el momento de llegar a México. En medio de la crisis, el Banco Nacional de Comercio Exterior cerró sus oficinas en La Habana, con lo que fue abandonado uno de los objetivos más valiosos (aunque menos publicitado) de la política de Fox hacia Cuba: el esfuerzo por recuperar la colaboración comercial y tecnológica con la isla, caída a niveles muy bajos durante el gobierno de Zedillo.

México y Cuba estuvieron a punto de romper sus relaciones diplomáticas. No lo hicieron. Los vínculos fueron restablecidos en el verano, laboriosamente, con el regreso de los embajadores; mejoraron un poco en el otoño y en el invierno, aunque empeoraron de nuevo al llegar la primavera, con la votación en Ginebra. México apoyó la resolución de Estados Unidos sobre la situación de los derechos humanos en Cuba, con lo que tensó de nuevo sus relaciones con La Habana, no obstante haber votado también a favor de una resolución de Cuba sobre la situación de los prisioneros de los estadunidenses en la base naval de Guantánamo. Así, el 26 de abril de 2005, ante la televisión, Fidel Castro tronó contra Vicente Fox. “México está a punto de quedarse sin pan con un político de esta categoría”, dijo. “El hombre ha ido metiendo la pata una tras otra sin remedio.” Llegó a pedirle su jubilación. Pero las cosas no pasaron a más: Fox no tragó el anzuelo que le lanzó Fidel.

El año de 2005 tenía un valor simbólico, pues marcaba el cincuenta aniversario del comienzo de las relaciones de México con la Revolución Cubana, a partir del exilio de Fidel Castro. La fecha propiciaba, así, la reflexión. México y Cuba habían mantenido lazos especiales, durante décadas, fundados en el interés común. Ambos países estaban gobernados por sistemas no democráticos –uno de partido hegemónico, otro de partido único— que basaban su legitimidad no en el voto, sino en un mito fundador: su pasado revolucionario, la lucha armada que culminó, respectivamente, en 1917 y 1959. Ambos países, así mismo, enfrentaban una misma geografía política: eran vecinos de la potencia dominante en el continente, Estados Unidos. Así pues, desde el comienzo, las relaciones entre los dos estuvieron determinadas por su colindancia con la superpotencia –fueron, por decirlo así, un ménage à tríos. Cuba articuló una política exterior cuyo signo de identidad fue la total y radical oposición a Estados Unidos: David contra Goliat, la pequeña nación del Caribe que, acosada, desafiaba la prepotencia del Imperio. México, en ese contexto, diseñó a su vez una política exterior que, a través de su solidaridad con la Revolución Cubana, reafirmaba simbólicamente su independencia frente a Estados Unidos. Esa reafirmación, vale repetir, era simbólica, no real. La dependencia real de México hacia Estados Unidos, cada vez mayor, necesitaba, para ser digerida por el nacionalismo de los mexicanos, un atenuante simbólico: la solidaridad con Cuba.

Estados Unidos entendió muy bien desde muy temprano, a partir de Kennedy, las razones que estaban detrás de la solidaridad de México con la Revolución Cubana. Por eso ésta no provocó nunca un conflicto, no obstante haber sido mantenida a contrapelo de la posición de Washington. “México supo negociar con Estados Unidos la autonomía de su política exterior hacia Cuba”, escribió Rafael Rojas. “Esa negociación produjo un redituable pacto triangular en el que los tres países ganaban: Cuba recibía el respaldo internacional de México, Estados Unidos se beneficiaba de la interlocución mexicana con el gobierno de Fidel Castro y México garantizaba el apaciguamiento de la izquierda radical al presentarse como amigo de la Revolución Cubana.”

México ganaba mucho más con su política de apoyo a la Revolución Cubana. Además de reafirmar su independencia frente a Estados Unidos, además de apaciguar a la izquierda radical en el país, además de garantizar la no intervención de los cubanos en asuntos mexicanos (en la política en general, y en la guerrilla en particular), México tenía un diálogo fluido con el gobierno de La Habana que le permitía fortalecer, si así lo deseaba, su presencia económica y comercial en Cuba. Pero México no sólo ganaba: también perdía. Su diplomacia beneficiaba al régimen, no a la población. Eso era lo que significaba en realidad apoyar a Cuba. La política de solidaridad con la Revolución, en efecto, cerraba los ojos a las agresiones a la democracia y los derechos humanos de su pueblo, así como a la necesidad de apoyar una transición pacífica y ordenada en Cuba, ante la inevitable desaparición física de los dirigentes históricos de la Revolución.

La política de México hacia Cuba no puede volver al pasado, a la que predominó durante los años de la hegemonía del PRI. Es impensable luego de la integración del país con Estados Unidos, formalizada y acelerada por la firma del TLCAN, y de la consolidación de un régimen de partidos con alternancia en el poder y pluralidad de puntos de vista, simbolizada por la victoria del candidato presidencial del PAN. Es impensable también en un contexto internacional que ha dejado de privilegiar los principios tradicionales de no intervención y autodeterminación de los pueblos, por otros que los subordinan a la lucha por la democracia y los derechos humanos en el mundo. México no puede ya tener una política de solidaridad militante con el régimen de la Revolución –aunque sienta por él en el futuro más simpatía de la que le inspira en el presente--, pero tampoco puede respaldar sin más la política de agresión de Estados Unidos hacia Cuba. Son los polos entre los que se debate la nueva política exterior, que no ha encontrado aún el modelo diplomático que le permita fundar una agenda bilateral acorde con sus principios y sus intereses, y que sea a la vez aceptada sin ambages por el gobierno de Cuba.

México perdió la comunicación fluida con La Habana, perdió la posibilidad de compensar con ella las presiones hegemónicas de Estados Unidos, perdió la garantía de no ser intervenido en sus asuntos internos por la agresiva diplomacia de Castro.

Pero México también ganó. Lo que quiere el país para los otros es coherente con lo que quiere para sí mismo: más derechos, más libertades, un sistema de gobierno que permita expresar la diversidad y la pluralidad. Su coherencia dará frutos que podrá recoger en el futuro. “El pueblo cubano recordará muy bien qué países apoyaron la dictadura de Castro”, escribió Andrés Oppenheimer, convencido de que llegó, ahora sí, la hora final de la Revolución, “y lo más lógico es que ni México ni ninguna democracia moderna quiera estar en ese listado”.

En México, el debate sobre la relación que el gobierno debe tener con Cuba está permeado, como siempre, por el maniqueísmo de los que están a favor y de los que están en contra de la Revolución: antes y después de Fidel Castro. Ese maniqueísmo nubla la verdad. Los años anteriores a la Revolución son también, junto con el estigma de la mafia, junto con las dictaduras de los treinta y los cincuenta, años de talento y de prosperidad: pienso en Lecuona y en Capablanca, en Kid Chocolate y Benny Moré, en la revista Orígenes, en las casas con refrigerador y radio de la gente común y corriente, y también en los cadillac del Malecón y en la belleza de las mansiones del barrio de Miramar.

Así mismo, la historia de la Revolución, junto con la represión de los sesenta y los setenta y las penurias de los noventa, es también la historia de sus ideales, de su heroísmo, de su solidaridad, del esfuerzo por defender la salud, el deporte y la educación en medio de la crisis: pienso en la fraternidad de Camilo, en el sacrificio del Che, en las medallas de oro de Stevenson y Juantorena, en la guerra de los internacionalistas cubanos contra el apartheid de Sudáfrica, y también en los niños y niñas de todos los colores que van a la escuela bien alimentados en esa isla del Caribe. Por eso la respuesta no puede ser nunca tajante. ¿Qué hubiera sido Cuba sin la Revolución? ¿Mejor o peor? Hubiera sido, me imagino, un país más libre, más próspero, pero menos solidario. Hubiera tenido una historia más feliz, aunque menos interesante.

http://www.proceso.com.mx/noticia.html?nid=34916&cat=3
 

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