CUBA: DE PROSTITUTAS A JINETERAS
Fecha Jueves, 27 octubre a las 05:04:39
Tema Género
Llegué a los 10 años al Barrio de Colón, zona protegida para la
prostitución en La Habana del 1951. No sean mal pensados. En aquellos
tiempos la pedofilia no estaba tan de moda en el mundo y yo simplemente
acompañaba a mi familia en una vivienda alquilada allí porque los
precios eran muy baratos.
Mi abuela era modista y pronto consiguió clientela entre las llamadas
muchachas de vida alegre. Esta abuela mía, lectora apasionada de Zola,
tenía conceptos extraños sobre la educación. Yo permanecía a su lado
mientras las muchachas, entre alfileres y tijeras, contaban sus penas.
Después, mi abuela me ayudaba a sacar conclusiones que, según ella, me
preparaban para la universidad de la vida. Ninguna era habanera.
Procedían de pueblos o de campos intrincados. La pérdida de la telaraña
del himen, quizás un embarazo, o el machismo del padre, las expulsaban
de la casa. Llegaban a la capital por su propia cuenta o del brazo de un
hombre que las orientaba en esta profesión. Otras, al principio, se
colocaban como sirvientes para todo, y encontraban después al meneo de
cintura como más llevadero y productivo. A algunas la pura miseria sin
solución las empujaba. Otras causas: ser homosexual, en un pueblo cubano
de aquel entonces, era ser repudiada por la familia y por todos los
vecinos. Y también las había que gozaban de lo lindo con la promiscuidad
nocturna. Algunas, con hijos, soñaban que un hombre las sacara de esa
vida. Los viernes arribaba un barco cargado de marines con hambre de
hembras y hasta yo tenía que cuidarme en mi camino hacia la escuela. Las
prostitutas cubanas no eran noticia en la prensa extranjera. Aquello era
normal dentro de una ciudad populosa y dotada de un gran puerto. Tal
vez, algún reportaje donde se realzaran los diferentes movimientos de
una mulata cubana en el sublime acto sexual. Lo ocurrido en 1959 es de
todos conocido. A esas mujeres se les dio la posibilidad también de
estudiar y trabajar. Como la Inesita que, reconociéndome, me preguntó
por mi abuela mientras me servía un refresco en una cafetería a finales
de los setenta. Ya por aquella década, en discursos y quehaceres
periodísticos, en tonos altos o en redacción presuntuosa, la posesión de
la verdad absoluta predominaba. En Cuba no existía la prostitución. La
maldición publicitaria del marino genovés con aquella frase de que ésta
era la tierra más hermosa que ojos humanos hayan visto, nos perseguía.
¡Qué espectaculares DVDs saldrían de la creatividad de este Cristóbal si
estuviera vivo! Ser “los más en todo” es nuestro mal endémico. Aquella
revolución sexual que en los sesenta del siglo pasado recorrió el mundo,
transcurrió feliz en este archipiélago caribeño, apoyada por una
Revolución con mayúsculas que a la mujer abrió todas las posibilidades
para su liberación social. La telaraña del himen perdía vigencia. Los
chicos y las chicas “podían vivir”; en las becas, en los largos trabajos
voluntarios, se hacía el amor y no la guerra. ¡Cuidado! Nunca amparados
en la filosofía hippie. Los estudios del Materialismo Dialéctico
apoyaban las ideas de la libertad horizontal. Además, estaba la venta o
colocación aprobada de los anticonceptivos, el aborto legal y una
seguridad social que apoyaba a las féminas. Los preceptos de la religión
católica, como en otras partes del orbe, se olvidaban, y la realidad es
que los cultos sincréticos afrocubanos no se buscan líos con la cópula
carnal. A muchas cubanas les gusta declarar ser hijas de Ochun, el
orisha dulce y gustador del orgasmo. En los ochenta estuvo de moda la
llamada titimanía. Cincuentones con poder, dinero y coche, se enredaban
con jovencitas. Por supuesto, podía reinar el amor. Pero también ese
interés que “fue al campo un día”. Para la chiquilla de marras, ¿no era
acaso un derivado moderno de la prostitución? Así, en la última década
del siglo XX, ya casi ningún padre armaba un alboroto cuando la hija
pasaba la noche en casa del novio o lo traía para la suya. El peligro
del SIDA había aumentado la propaganda sobre la sexualidad responsable
por todas las vías habidas y por haber. Años antes se habían iniciado
las clases sobre Educación Sexual en algunos niveles de la enseñanza. En
periódicos, la radio y la TV, hablaban los psicólogos hasta de la pareja
abierta. Descendía la maternidad, aumentaban los divorcios y las parejas
consensuales. El sexo perdía sus tabúes, sin lograr todavía la plena
asimilación de estos pros y contras al interior de la sociedad. Un
período nombrado especial sacó sus afiladas uñas. El jabón y el aceite
subieron de categoría. Ahora eran artículos de lujo. Conformarse con un
panecillo escuálido y un té de hierbas del jardín no era fácil, pensó
una muchacha... y otra, y otra. Se miraron en el espejo de la madrastra
de Blanca Nieves y éste contestó que estaban aptas para el negocio. Los
nuevos turistas no eran como los marines de los 50. Ni las chicas como
aquellas. Estas tenían como mínimo un noveno grado; estaban sanitas,
pues la salud y la educación continuaban gratuitas. También los nuevos
proxenetas eran diferentes. La maldad con instrucción es capaz de crear
redes muy bien tejidas, más en una sociedad confiada en que el ser
humano es capaz de la perfección. Los cambios influyeron también en
familias y barrios. Aquel vecino que a su llegada nocturna del trabajo
encontraba a un par de chicos haciendo el sexo en el rincón oscuro de la
escalera, no se asombraba al conocer que fulanita cobraba ahora en
dólares lo que antes realizaba por afición. En ciertas familias los
nuevos códigos sobre el sexo ayudaron a abaratar la moral, y hasta
presumían de los regalos traídos por la hija. Ante realidades tan
diferentes, urgía también un nuevo apelativo: de prostitutas, a
jineteras. Y entonces, sólo entonces, el revoltillo mediático mundial
las lanzó a la fama. Ni las parisinas, cumbres del sexo bucal; ni las
asentadas en el viejo Londres, ni las adornadas en vidrieras de
Alemania, ni las tailandesas, ni siquiera las geishas. Nada comparable a
una jinetera. La eyaculación mediática se vengaba así de la voluntad
política del Estado cubano de continuar llevando adelante un proyecto
socialista, entonces entre la espada y la pared. "¿Ustedes no presumían
de haber terminado con la última prostituta en el último rincón del
país? ¿Ustedes no son 'los más' en todo?", parecían burlarse las
transnacionales de la ¿información? No eran noticia las otras jóvenes,
las que iban en bicicleta a la universidad, remendaban sus tennis y con
los viejos vestidos de la abuela inventaban blusas descotadas. Eran
golpes bajos contra uno de los puntos más frágiles del discurso
propagandístico cubano: desestimar que cada hombre o mujer es un cosmos
con vida y soluciones propias, que es imposible planificar las
respuestas de cada ciudadano ante hechos parecidos; que aunque el plato
favorito sea el lechón asado, algunos preferirán la harina. A Cristo le
perdonaron tener una prostituta en su genealogía. A Cuba, jamás le
perdonarán tener jineteras. Por: Ilse Bulit es cubana. Periodista de
larga trayectoria en los medios más importantes del país, quedó
invidente en 1992 y se mantiene ejerciendo en la radio habanera. Crónica
Digital/Rebelión
http://www.cronicadigital.cl/modules.php?name=AvantGo&file=print&sid=2067
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