2007-5-31
Por Miguel Iturria Savón.
No me gusta visitar los hospitales, pero he tenido que hacerlo decenas
de veces y hasta quedarme acompañando a un hijo o a un amigo. Nuestros
hospitales son deprimentes. Conozco el "Calixto García", el "William
Soler" y otros con nombres de patriotas ajenos a la medicina, pero
evocados por sus denominaciones originales: la "Benéfica" –¿o
Maléfica?-, la "Covadonga", la "Dependiente", la "Balear", el "Aballí" y
la "Fátima", todos en La Habana. Cada uno es un espectro del pasado,
espejos de la ineficacia estatal y de la irresponsabilidad individual en
el sector de la salud.
Si de hospitales se trata, prefiero los manicomios. En estos, el
personal es más estable. Los locos entran para quedarse y morir en sus
predios, a excepción de las salas transitorias de psiquiatría de los
hospitales más importantes, incluido el tristemente célebre "Mazorra",
donde también existen salas para drogadictos, alcohólicos y otros
viciosos, quienes retornan a sus hogares, bares y fumaderos una vez
restablecidos. Hasta el "Pibe de oro" - Diego A. Maradona- estuvo
ingresado en ese infiernillo y regresó a sus alucinaciones en Buenos Aires.
He pasado por "Mazorra" decenas de veces, pero no he tenido que entrar;
aún no necesito tratamiento. Visito, sin embargo, a un amigo de la
infancia que perdió la razón y permanece en el hospital psiquiátrico
"Sorhegui", ubicado a la entrada del Cotorro, a 17 kilómetros de La Habana.
Mi amigo es uno de los locos más ingenuos que he conocido. Fue un
infante terrible: se fugaba de la escuela, hacia travesuras
inconfesables, pero no perdía ni en el juego de las bolas. Los muchachos
del barrio lo dejábamos ganar para que no nos rompiera la cabeza. Le
gustaban los caballos, el mar y la pintura. Soñaba con ser general, pero
cuando lo citaron al Servicio militar obligatorio se negó rotundamente.
En la cárcel aprendió a jugar ajedrez, hacer sortijas y dibujar juegos
de cartas para fumar y sobrevivir sin cortar caña. Cuando lo visité en
la prisión pinareña de Taco Taco ya convivía con los delirios. Doce años
de encierro fueron demasiado para un joven huérfano de espíritu libertario.
Salió sin tratamiento. Huía de los policías. No tomaba pastillas.
Deambulaba sucio y hambriento sin pedir nada, pues pensaba que todo
estaba contaminado. Algunos familiares lograron su ingreso permanente.
Desde entonces habita entre zombis alucinados. No es ni la sombra de lo
que fue, pero quiere vivir cien años, sin percatarse que a los cincuenta
aparenta setenta.
Mi amigo es uno de los pacientes menos trastornados dentro de esa
compañía de fantasmas que solo sueñan con la comida, mientras toman las
pastillas, fuman y esperan la visita de fin de semana. Muchos de estos
seres agónicos han sido abandonados por sus familiares. Los testigos de
la medianoche son cada vez menos compasivos.
Al visitar a Peter en el hospital "Sorhegui" he tenido que acopiar
paciencia y serenidad. Tuve que darme auto terapia para no pensar en
tantos desastres personales. Allí el tiempo detenido es todo el tiempo.
Cada paciente es una biografía perdida, una historia sin futuro, una
vida rota que taladra nuestra sensibilidad.
Entre delirios y alucinaciones vive un joven de Bauta. Tiene 20 años y
pregunta incesantemente por las hormigas, los sables, las pistolas y los
autos de carreras. Se faja con quienes no saben responderle cuando
llegará el padre a sacarlo de pase. La familia le reduce las visitas a
la casa, pues maltrata a su tía y se come todo lo que encuentra.
El caso de Ariel es peor. Es un joven blanco que alterna la lectura de
la Biblia con el asalto a las porteñuelas. Golpea a los que no quieren
"hacerle el favor". Dice que en la cárcel –su lugar de origen- todos lo
complacían. Las escenas lujuriosas de Ariel y sus broncas habituales
posibilitaron su traslado a "Mazorra", donde debe encontrarse con
Eliseo, otro violento "cazador" enviado a las celdas de rigor creadas
por el doctor Ordaz, ex patriarca del gran manicomio habanero.
Entre los fantoches alucinados que convierten el apacible hospital
"Sorhegui" en un pequeño infierno, encontramos también a Chapotin,
trompetista sin trompeta ni voz para el son. Como Peter, Ariel y Eliseo,
procede de la cárcel, pero no usa la violencia en sus orgías eróticas.
Estos casos, y el del amigo infeliz que me hizo conocerlos, me hacen
recordar el Ensayo de la ceguera de José Saramago. Al igual que los
ciegos, los locos aprovechan las circunstancias que habitan. La realidad
supera a la ficción.
En un ángulo paralelo están los especialistas y los trabajadores del
pequeño manicomio. El doctor Martínez conserva la batuta desde hace
quince años. Es un gran profesional con fama de mujeriego. Otro médico
excelente ejerce como clínico y sustituye a veces al equilibrado
Martínez. Solo una psiquiatra ampara al rebaño contra los genes de la
locura. Enfermeros y asistentes, cocineros, custodios y hasta un
jardinero atienden a casi 200 enajenados, divididos en salas tan
"confortables" como las de los hospitales mencionados.
Cada vez que visito ese entorno de desatino, pienso en los grandes locos
y en los creadores que recorren los bordes de la locura, pero evaden la
danza de las alucinaciones. Recuerdo ahora el cuento de Virgilio Piñera
sobre el hospital nacional. La parodia del Maestro anuncia la involución
de nuestros hospitales y constituye un elogio a la locura.
Enviado por Julio Aleaga" <aleagapesant@yahoo.es>