Tuesday, November 06, 2012

Sentimiento de culpa

Sentimiento de culpa

Por estos días me corroe un profundo sentimiento de culpa. Mi nieto
mayor, César, me dijo con un fuerte tono de reproche que le he mentido.
Miriam Celaya
noviembre 05, 2012

Así, con todas sus letras: "Abuela, me mentiste, la escuela no es como
tú decías". Y lo peor de todo es que tiene razón: involuntariamente lo
estafé cuando me dediqué a prepararlo para su iniciación en el mundo
escolar. Permítanme compartir esto con ustedes.

César tiene 5 años y este curso comenzó a asistir al preescolar en una
escuela del reparto Sevillano, en el municipio Diez de Octubre de la
capital. Sus mayores nos habíamos dedicado a estimularlo durante los
meses de verano para predisponerlo favorablemente de cara a esta nueva
etapa de su vida en la que quedarían atrás los días de entrega total a
los juegos y a los dibujos animados en casa, junto a su madre, para
comenzar a pasar largas horas sentado en un aula, sometido a la
disciplina que exige el proceso de aprendizaje y la socialización con un
grupo de condiscípulos de los más diversos caracteres. También todos
habíamos contribuido a un variado ajuar escolar en el que no faltaba nada.

La escuela sería –le dijimos– una experiencia maravillosa en la que
aprendería nuevos juegos, haría más amigos, la maestra le enseñaría
muchísimas cosas interesantes, aprendería también canciones que cantaría
con los demás niños, modelaría figuritas de plastilina y armaría casas,
barcos y cohetes con los juegos de construcción del aula. Queríamos, con
nuestras mejores intenciones, que nuestro chiquillo discurriera sin
tropiezos ni traumas por este necesario rito de paso que resulta
trascendental en la vida de un niño. Yo, en particular, que tengo un
gran ascendiente sobre él y le cuento muchas anécdotas de mi propia
feliz niñez y de la de su padre, que él escucha siempre absorto, le
pinté la escuela como el mundo de colores que sigue vivo en mi
imaginación, inmune a los destrozos y perversiones del sistema.

No le mentí a mi nieto cuando le hablé del universo escolar que descubrí
en septiembre de 1963, a mis cuatro años de edad. Para entonces mi padre
trabajaba en la planta de sulfo-metales de Santa Lucía, Pinar del Río y
allí asistí a la primera de las 11 escuelas primarias que tuve a lo
largo de casi toda Cuba. Mi maestra de preescolar, Nela, es hasta hoy,
en justicia, un personaje inolvidable. En mi aula de aquel pueblito
pequeño había un piano de verdad que tocaba la propia maestra para
acompañar las muchas canciones que todavía recuerdo con total precisión,
había pelotas, juguetes, títeres, plastilina, lápices de colores.
Aprendíamos casi sin darnos cuenta, cantando y jugando, bajo la guía de
aquella señora dulce y afectuosa que todos queríamos y respetábamos.

Tampoco le mentí a César cuando le conté de la escuela de su padre, mi
hijo mayor, al que llevé por primera vez a un aula en septiembre de
1984, yo más emocionada y nerviosa que él. Vivíamos en La Habana Vieja,
mi patria chica, y aunque su aula de preescolar tenía también un viejo
piano vertical, la maestra no sabía tocarlo (ya para entonces ninguna
maestra sabía) y tampoco había tantos juguetes como en mi aula de 20
años antes, pero al menos quedaba la tradicional plastilina, juegos de
armar, y los niños aprendían con canciones. Por otra parte, Hildita era
una amorosa maestra que atesoraba en su pequeña figura ternura y
paciencia enormes y hasta cierto punto suplía con su gracia e
imaginación algunas de las carencias materiales de la escuela. Sé que mi
hijo recuerda a Hilda con tanta gratitud y cariño como yo a Nela.

No es, pues, de extrañar, que la noche antes de asistir por primera vez
a su escuela César no pudo conciliar el sueño a la hora acostumbrada.
Revisaba una y otra vez su mochila con los implementos escolares para
comprobar que no le faltara nada, se ponía y quitaba el uniforme hasta
que su madre se vio precisada a guardarlo para que no lo ensuciara,
preguntaba cuántas horas faltaban para que se hiciera de día. A las 6:30
am ya estaba en pie, agitado y ansioso y mucho antes de las 8:00 am
estaba en el patio de la escuela junto a otros muchos escolares
primerizos, tan orgullosos y contentos como él.

Han transcurrido los dos primeros meses de clases y la maestra de César
ha estado frente a su aula poco más de una semana en total. Se dice que
"tiene problemas personales", "una hermana diabética en Camagüey", "una
madre anciana". Quizás todo esto sea cierto, pero no justifica que la
dirección de la escuela no haya buscado una maestra suplente. En su
lugar, una auxiliar pedagógica trata de cubrir las formas poniendo a los
niños una tarea tras otra. Es la única manera de poder reportar
oficialmente que el programa lectivo de la revolución se cumple y que en
Cuba todos los niños reciben instrucción.

Pero entre tanto, el preescolar de César está lejos de las expectativas
que le sembré. Nada de juegos y cantos, nada de plastilinas ni juguetes.
Nadie sabe decir con certeza cuándo regresará la maestra, ni cuánto
tiempo estará en clases otra vez antes de volver a tener problemas
personales más importantes que su trabajo. Los maestros son una especie
en extinción en un país que ha visto destruirse una larga tradición
pedagógica cuyo origen se remonta a los viejos tiempos coloniales. Se ha
perdido la ética de una profesión hermosa por naturaleza.

Por eso César, mi nieto, ya no quiere ir a la escuela y me recrimina por
lo que consideraba mis mentiras. Le expliqué que era cierto cuanto le
había contado antes, así que él mismo ha propuesto una solución: "Mira,
Abuela, mejor llévame a tu escuela y que me enseñe tu maestra". Pensé en
Nela, que a estas alturas pudiera haber muerto puesto que ya no era
joven en 1963. Quizás su recuerdo alumbró entonces la respuesta que di a
mi nieto: "Mejor te enseño yo misma aquí, en mi casa". No es tan
disparatado como parece: mi primera profesión fue la docencia. Así es
como desde hace algún tiempo César va a su escuela a perder el tiempo y
a aburrirse de lunes a viernes y los fines de semana yo le enseño las
letras, los números, le repaso los colores, dibujamos, modelamos con
plastilina, recortamos figuras geométricas, recitamos y cantamos mis
viejas canciones de preescolar. También tenemos sesiones de lectura de
cuentos, para que se interese pronto en aprender a leer, y destinamos
también una tarde a pasear, para relajarnos. Así me aseguro que aprenda
y, de paso, trato de superar mi terrible sentimiento de culpa.

Nota: Todos los nombres y situaciones que se refieren en el texto son
rigurosamente reales.

Tomado del blog Sin Evasión publicado el día 2 de noviembre por Miriam
Celaya

http://www.martinoticias.com/content/cuba-educacion-primaria-escuelas-/16318.html

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